* ZEITGEIST

Días atrás, y aunque parezca mentira, sin ayuda de colaboradores, logré establecer la conexión con Tarde de Fotos mediante el programa informático Zoom. Esto de conectarme a artilugios cuyos usos ocultos me son desconocidos, me causa una cierta inquietud, por no decir recelo.

            Al poco, según se iban sumando personas a la emisión, la pantalla del ordenador se fue rellenando de cuadraditos con rostros. Algunos, otros nuevos para mí. Detrás de los personajes se mostraban diversos fondos: cielos, montañas, cortinas, faros, calles, comedores, etc. Cada cual había seleccionado el fondo más conveniente. Quizás como fórmula de representación. Quizás como uno de los múltiples fondos posibles.

            Los cuadraditos del ordenador tenían la extraña facultad de hacer desaparecer o difuminar a los participantes y sus fondos. Ivan y venían a su antojo movidos por los hados invisibles de la tecnología. A mí me dio la impresión de estar participando en un capítulo de la serie televisa “Entre Fantasma”.

            El tiempo transcurría entre caladas de pitillos, volutas de humo, cuchicheos y sorbos de cerveza embotellada, mientras aguardábamos a la conexión de algún que otro rezagado.

            El ambiente diseminaba energía expectativa cuando una voz grave inició la sesión presentado al actor principal: el fotógrafo Emilio Romanos.

            Al conocer cuál de aquellos cuadraditos pertenecía al invitado, un espectro de sensaciones inciertas me invadió. Emilio mostraba el aspecto de un sacerdote de aldea cuyo rostro mostraba cansancio. Algo pálido, de cara delgada delimitada por una barba primitiva y blanquecina. De cejas tupidas y algo más que ralo de pelo. Los cordones grises de su prenda de vestir confesaban la existencia de una semi capucha con la cual cubrir el cuello y la cabeza.

 Emilio se inclinó ligeramente hacia adelante para saludar a los participantes del evento. Dejé escapar un suspiro pues su salutación tuvo idéntico efecto a bajar el volumen a un aparato de música.

El caso es que su aspecto y su expresión en general se me antojó el de alguien que hubiera estado leyendo filosofía y acabara de soltar el libro para reflexionar sobre lo leído. Inconscientemente me dije que no debería esperar mucho de la sesión, dado que un cura sólo dice cosas de curas.

La tarde había dejado paso a la noche cuando el Sheriff de Langreo logró imponer un cierto orden entre los cuadraditos del ordenador. Los rumores, las risas, los chistes de última hora se marchitaron al anunciar el Maestro de Ceremonias la proyección de un vídeo. En él se nos mostraría una minúscula parte del trabajo fotográfico desarrollado por Emilio Romanos. El autor lo había previamente preparado para los presentes. Entonces me fijé en el convidado y me pareció percibir una mirada con un gran peso de experiencia. Esto me resultaba nuevo.

Comenzó a sonar música en el ordenador, y las imágenes que afloraban a la pantalla, poco a poco, iban transmitiendo fuerza y poderío. Multitud de mundos, tiempos y espacios entrelazados a modo de novela policíaca, llenas de pistas y de trampas, para que en su conjugación quizás lográsemos descifrar los enigmas planteados.

Apenas respiraba mientras foto tras foto hacían el camino programado barruntando de innumerables cuestiones difíciles de resolver con las inmutables—para algunos—reglas compositivas. Me obligaban a ir más allá de la simple y espectacular primera impresión. Esa que tanto gusta en los concursos.

La quietud y permanencia de los contenidos fotográficos, garantizaban que siempre estarían ahí, resistiendo a la transformación de las cosas que crecen y desaparecen para conferirles una sublimación propia. Se me asemejaban a esas personas que se pasean por las calles tan seguras de ellas, elegantes, con la cabeza bien alta y las posibilidades infinitas. No era yo quien observaba las fotografías, eran ellas quienes me miraban desde el haz de luz de un relámpago. Quemaban la retina de mis ojos al mostrarse con exquisitos detalles: marrones, grises, azules, verdes…líneas certeras e invisibles…naturalidad…conjuros de pericia…sensibilidad…expresividad…vida…ternura misteriosa, como la que evoca un niño en el corazón de sus padres.

Me encontraba en una burbuja de felicidad pues aquella noria fotográfica brindaba la posibilidad real de volver a ser vistas, leídas y vueltas a ver y leer.

No pude evitar una sacudida aplastante cuando el Maestro de Ceremonias dio por concluida la visualización fotográfica. De seguido cedió el paso al turno de preguntas a Emilio Romanos.

Sobre los cuadraditos del ordenador unas sombras imprecisas avanzaron como montañas andantes. La excitación era palpable, pero nadie osaba preguntar. Parecíamos tribus vecinas reunidas para intercambiar noticias y conocimientos, aunque en su lugar, el silencio lo llenaba todo. Yo sentía las rodillas especialmente raras.

No recuerdo exactamente cómo se rompió la tirantez del momento, pero me vi transformado en reportero televisivo. Las preguntas que realizaba las encaminaba a descifrar los enigmas, no de las fotografías, sino de Emilio Romanos. Era una oportunidad para explorarlo y no podía desaprovecharla. Mi objetivo era discernir entre la realidad aparente y el mundo inteligible. No llegar a un punto, sino avanzar desde donde estaba.

Los cuadraditos hacían preguntas y las respuestas de Emilio brotaban con un cierto sentido del humor. Un berrido de Miura (mi sobrinito) reclamaba atención de manera urgente. Pero yo, olfateando mi entorno con el recelo de la brisa perezosa, había llegado a la altura de una sala con la puerta extrañamente abierta, y después de haber echado un vistazo al interior, me había encontrado con el lenguaje, la emoción y la expresión de Emilio Romanos.

Un nuevo berrido me hizo despedirme de los cuadraditos del ordenador mientras experimentaba una maravillosa sensación en los hombros y la nuca.

* Espíritu del tiempo

R.Ibáñez