ENCUENTROS EN LA SALA DE EXPOSICIÓN

  • La vida es el resultado de no pasar excesiva carencia de alimentos, de lograr llegar a la primavera de forma imperiosa, pues el invierno es una enfermedad de consecuencias fatales.

(1) Juan Luis Arsuaga. Juan José Millas. “La vida contada por un sapiens a un neandertal.”

    El hambre es el deseo vivo de comer, hecho sensible por las contracciones del estómago. Pero también, el hambre significa el deseo ardiente de algo, en mi caso, de aprendizaje, comprensión, fortaleza y habilidad de la temática fotográfica, y en concreto, de la callejera.

     Siempre tengo hambre de fotografías. De hacerlas y verlas plasmadas en papel. Tanto propias como ajenas. Es algo emocionante.

      Con esta “fame” a cuestas, y tras darme días atrás un corte de pelo que me proporcionaba un cierto aire a infante de marina, me planté a las puertas de las Escuelas Dorado, en el concejo de Langreo. Una asociación fotográfica del lugar, exponía fotografías con tanta diversidad temática como asociados tiene, o casi.

      En lo alto de las escaleras que daban acceso a la sala de exposiciones, varias personas hablaban entre sí. No los conocía y debía pasar entre ellos. Con la expresión concedida por la tranquilidad de quien entiende que hace lo correcto, subí por los escalones sin prestar atención a la conversación.

      La sala de exposiciones es un recinto rectangular abierto por uno de sus extremos. El de la entrada. En el interior grupos separados de individuos conversaban animadamente. Desconozco si los diálogos se concentraban en las fotografías expuestas u otra cosa, como a dónde acudir a tomar unas botellas de sidra una vez abandonada la sala. Lo cierto es que el ambiente se me antojó cargado de energía, tanta como la precedida a una tormenta eléctrica.

      Pasé al interior y me quedé absorto mientras recorría la sala repleta de fotografías con la mirada y sin apenas respirar, ésta quiso ir más allá, hacia el manto interior de los acontecimientos que cada fotografía recogía. Aunque antes de introducirme en ellas, no podía olvidar que la fotografía crea un modelo de actividad independiente, permitiendo a cada fotógrafo desplegar una sensibilidad única, y de que cada fotografía expuesta en la sala, (y en general) sólo puede ser tal como sea el fotógrafo. Así, me los imaginé momentos ante de realizar las tomas. Cargados en la mochila con esa mezcla de desasosiego y entusiasmo mientras son arrastrados inevitablemente a hacer realidad los sueños, y, entonces, logradas, tomando aire fresco.

      Las fotografías revelaban momentos cruciales de libertad creativa. Esbeltas y armoniosas pese a su gran tamaño. No estaban creadas por la persuasión o la retórica a modo de los sofistas, sino de sueños estructurados e integrados en detalles técnicos expresando actitudes.

      Me acerqué a un extremo de la sala, hasta una fotografía que mostraba una casa destartalada descansando sobre un pequeño montículo de tierra, cerca de una playa de arena volcánica y de un mar embravecido. Un hombre, de unos 60 o 70 años, con las manos encallecidas miraba a una ladera. Parecía estar tomándose una pausa en sus labores, o bien meditando sobre aquella tierra inhóspita donde habitaba, o quizás sobre su vida mientras se decía, que las cosas no habían sido siempre así. Bajé la mirada hasta las baldosas grises del suelo. Era una imagen tan fuerte que me sentí incapaz de pensar en algo que decir. Humo sobre el fuego de un altar.

      Caminé hasta la siguiente obra. Bajo la claridad delicada de la luna, unas agrupaciones de casas bajas se situaban al oeste del cuadro. Un río avanzaba lento y sinuoso por la llanura que se extendía hacia una lejana aldea sita al este. En ese valle avanzaba con paso furtivo la figura de un hombre muy corpulento. Los colores de la fotografía eran exquisitos en su conjunto. Acentuaban la expresividad y el realismo de la obra; fue entonces cuando tuve la extraña sensación de que podía percibir la respiración de aquel hombre y el susurro del viento. Un espectro de sensaciones inciertas…como si el tiempo hubiera proseguido su incesante marcha, y, yo, me hubiera quedado atrás, anclado como un barco al puerto. 

      Dos pasos a mi derecha me situaron ante la fotografía de una mujer ataviada con un elegante vestido de color negro. Su larga y hermosa cabellera dorada me retrajo hasta la diosa nórdica Sif representando el trigo maduro para la cosecha. El rostro de la deidad tenía una expresión serena y complacida, destacando unos ojos color castaños con un relámpago verdoso. Si Praxíteles había fijado con su Afrodita las proporciones ideales del cuerpo femenino, desde luego, la figura que se me mostraba no estaba muy distante, y más cuando su mirada era tierna y sincera. Lo cual despertó mi interés en seguir observándola.

      Hasta este momento sólo había podido prestar la adecuada atención a tres de las fotografías expuestas, Dado que había aparcado el impacto visual por el significado, por lo auténtico de una fotografía, tuve la impresión de estar avanzando en la comprensión y significado de lo fotográfico,  Eso me resultó muy agradable.

     Sonreí para mi hasta que un murmullo procedente del fondo de la sala comenzó a tomar forma de ruido confuso y molesto. Varias personas hablaban prácticamente a la vez y por sus gestos no parecían gente risueña e incansable que saben apreciar las posibilidades artísticas de una exposición fotográfica. Al contrario, sus comentarios alusivos a la exhibición no eran precisamente positivos, e incluso uno de los hombres, como si anunciara una tragedia, torció la boca en una mueca fea, despectiva, mientras señalaba con la mano a un grupo de cinco fotografías. Posteriormente y al darse cuenta de mi presencia, entornó los ojos para dedicarme una mirada fría.

      Aquel grupito de gente debía de tener un velo blanquecino que les cubría los ojos. Habían paseado por la sala de exposición prestando idéntica atención a la que le habrían dedicado a una rana en un estanque para patos. La verdad es que me dieron unas ganas locas de abofetearlos, pero ese deseo se apagó tan rápido como la llama de una vela bajo la lluvia.    

      De pronto sentí como si una mano me agarrara del brazo y tirara de mí. Aquello hizo que el cabello se me erizara. Era el conserje de las Escuelas Dorado indicándome que el horario de apertura de la muestra había concluido ese día. Desde luego, Céfiro, el dios del viento del oeste sopló para que el tiempo transcurriera entre paletas de colores, cuando en realidad, yo apenas acababa de entrar a la sala.

      Salí y lo que no puedo negar, es que había sido un afortunado por haber podido observar aquellas maravillas.

R Ibáñez.